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Tuxtla Gutiérrez, Chis.,

 

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Adam Kardmón

 

La Conspiración del Fin del Mundo

 

Por Mario Luis Altuzar Suárez

 

Capítulo I

 

La Manifestación

 

Novela

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Capítulo I

La Manifestación

Capítulo II

El Elegido

Capítulo III

El Secreto de  la Abuela

Capítulo IV

El Adepto de la Oscuridad

Capítulo V

El Viajero Dimensional

Capítulo VI

Los Misterios

de Karla

Capítulo VII

Contacto en el Equinoccio

Capítulo VIII

La Encrucijada

de Martiniano

Capítulo IX

La Revelación

Capítulo X

Las Fuerzas Ocultas del Hombre

Capítulo XI

El Mandato Divino

Capítulo XII

Las Claves del Iniciado

Capítulo XIII

La Renovación

El Autor

Lado derecho del ratón: Guardar como...

Descargar novela Adam Kardmón

-          “... bienaventurados sean los que buscan en el nombre del Señor”, escucha ese hombre de rostro endurecido y dientes apretados que contienen su explosión nerviosa de un carácter rudo. El medio ambiente es pesado: ruido ensordecedor de automotores cuyos conductores exigen la imposible vía libre y muestran su irritación en las bocinas del claxon. Se observan esos seres apresurados. Ensimismados en su problemática individual. Se pisotean, empujan y golpean entre ellos. Reflejan la ira en la mirada sobre quien se interpone en su camino. Agobiados por la desesperación del tiempo digerido por las distancias, congestionamientos vehiculares y conglomerados humanos. Buscan liberar sus frustraciones internas en la frase ofensiva o la agresión física en un semejante para satisfacer sus propios reproches... siempre y cuando sea más débil.

 

Desconcertado por lo inusual de esas palabras y sin la certeza de que estuviesen dirigidas a él, siente la oportunidad de soltar su cólera para revalorizarse, en lo que él piensa, sería un feminoide que intenta encubrir su complejo de inferioridad en místicas frases fuera de contexto de la realidad tangible. El hombre se transforma en bestia. Con los ojos enrojecidos por el rencor acumulado en la repetición constante del fracaso, gira violentamente y como serpiente ras

trea a la víctima potencial. ¡Por lo menos, gritarle su porquería de insensibilidad y falta de respeto para los que trabajan y son productivos!

 

Levanta el brazo derecho con el puño amenazante, dispuesto a descargar la fuerza de sus noventa kilos en el metro ochenta de estatura. Lo descubre. Esboza una sonrisa burlona. Festeja anticipadamente el festín de sangre. Mira la figura extremadamente delgada, rostro enjuto y avejentado, cabellos largos agrisados por sus setenta años recorridos y, sin embargo, su generosa y amplia risa con sus amorosos ojos, carecen del temor ante la inminente golpiza.

 

Con voz clara y sonora le repite: “bienaventurados sean los que buscan en el nombre del Señor”. Sus brazos extendidos, con las manos abiertas, ofrecen la belleza del candor del brillo tan extraño y desconocido que emana. ¡Cómo si tuviese luz propia! Tan distinta a la energía solar de las doce horas del día que apenas empieza a levantar la inversión térmica invernal.

 

Pasada la sorpresa, el interpelado se siente molesto. Esa visión aumenta su irritabilidad. Cada palabra, cada sílaba lacera sus oídos. Se enardece:

 

-         “¡¿Me hablas a mí?! ¡Hijo de la chingada!”, grita, antes de naufragar su mente en un negro absoluto. Perdido de la conciencia

se entrega a su instinto asesino. Descarga sus golpes y patadas sobre la indefensa figura. Estalla en carcajadas cuando logra derribarlo. Allí, en el suelo, prosigue el infame castigo. La sangre lo excita. Sus gritos semejan aullidos de hiena en celo, mezclados con sonidos guturales de primate.

 

Los transeúntes detienen su rutina. Tienen necesidad de distraer el hambre con la morbosidad circense que mitigue sus propias angustias. Arremolinados en círculo se desgañitan. Más no para defender al castigado sino para exigir que le peguen más fuerte. Llegan a corear un “¡mátalo!” con la oquedad del mecanismo robotizado de la especie. Un ambiente tan cargado por la tensión. Se respira la adrenalina exudada por cada poro de los cuerpos refocilados en la ignominia. En el aire no tiene cabida el menor indicio de humanidad. Rostros deformados, poseídos por el Hades. Envidiosos por no ser ellos los elegidos para satisfacer su sed de venganza, que aligere el cansancio de los instintos reprimidos en hipócritas genuflexiones serviciales de la cotidianeidad. Manotean y se proyectan en ese instante liberador y con el gozo de apropiarse cada golpe, cada patada.

 

Tirado en el piso, en calidad de masa sanguinolenta, el castigado sería un muñeco de trapo desarticulado. El golpeador se levanta satisfecho, aunque sudoroso y agotado. Levanta la vista retadora hacia la muchedumbre. Siente

la gloria al verlos acobardados y con la cabeza gacha y que buscan escapar, sin poder abandonar el arrastramiento de los píes que aumenta el temor anunciado por su instinto de conservación. Desde el fondo de sus miedos, están acostumbrados a respetar la bestialidad. Los mismos valientes que vitoreaban y ansiosos deseaban tener a su propia víctima, retoman su propia realidad de ser los mismos perdedores de siempre en el transcurso de su mecánica vida. Brazos caídos y con la boca reseca debido a la emoción virtual que les permitió el momento efímero. Ocultan su pánico de poder sufrir la agresión y evaden al orgulloso de su fuerza primate. Pretextan ver sus relojes de pulsera para encontrar una salida honorable. Apresuran el paso hacia la Glorieta del Metro Insurgentes y otros desean correr a la parada del colectivo en la calle de Puebla.

 

Responden a la razón de la costumbre que les ordena acallar la conciencia. Fortalecen su egolatría en su interior que les repite su justificación pusilánime:

 

-         ¡La víctima se merecía la golpiza!

 

Sin conocimiento de causa, sus pensamientos reverberan:

 

-         “¡Bien merecido lo tenía!”

 

Resignados y felices de que al menos uno había logrado desahogar la tensión de los cuarenta gra

dos en el humo espeso y larvado que caracteriza a la urbe citadina, enclavada en medio de montes de doscientos metros de altura y a tres mil metros sobre el nivel del mar.

 

Vencidos en su tiempo y espacio guardan celosamente el ensueño del alimento violento. Se sienten vencedores de peleas ajenas. La endeble limitación de la moral y la inmoralidad, franqueada por los gladiadores del pancracio televisivo, un canal excelente para inducir la apología de asaltantes y asesinos. Guardan su esperanza de seguridad en la frialdad de sus bolsillos que ocultan hojas de acero con treinta centímetros de filo mortal, picahielos enmohecidos, bóxers, chacos, pistolas hechizas de diversos calibres. ¡Una variedad tan amplia para sembrar la muerte! Improvisados custodios de su propia vida y, profundos desconocedores de la lucha cuerpo a cuerpo. Pero las armas les generan la suficiente confianza para ejercer su derecho a la supervivencia en medio de policías y hampones enseñoreados del hábitat de hierro y concreto que a cada segundo satisface su hambre insaciable de humanoide. Un clima natural en el espejismo superficial de la competencia impuesta y apuntalada en la angustia económica del mercantilismo salvaje camuflado en el sofisma creador de vanidades frustradas.

 

El andar por las calles es propicio para recibir la agresión publicitaria. Grandes carteles inducen la conciencia del éxito anhelado, en la efímera

loción, una vestimenta de plástico, automóviles de fibra de vidrio con la promesa libertaria de sus amplios kilometrajes, licores evasores del momento y... sin mostrarse abiertamente pero presente en todo lugar, cada persona o cosa; El dinero. Ese Dios esclavizador, insensible y voraz comedor de dignidades, sagrado prostituidor de ilusiones, ofrece su mística Ley del más fuerte, más alto, más rápido. Símbolo del poder tecnocrático que se entroniza en la razón del ser. El máximo objeto incansable.

 

Se justifica la cultura del miedo a la muerte. Personalizado en esos seres incapaces de presentir que la masa sanguinolenta conserva su propia vida. Su voz jamás perdió su propia firmeza y transmite una vibración extraña. Le dice al agresor:

 

-         Te perdono en el nombre de Dios, mi Padre.

 

El agresor lo escucha. Se siente ofendido en lo más profundo de su virilidad. ¿De qué debería recibir perdón? Lejos de amedrentarse o abrirse al arrepentimiento, se envalentona y cuestiona gritos:

 

-         ¿Cuál Dios?

 

Lleva su mano derecha a la cintura y extrae una daga de buzo y al enterrarla en la carne del perdonador, exclama:

 

-         ¡Este es mi Dios! ¡Hijo de la chingada!

 

Se yergue y avienta el arma a una coladera del drenaje para huir a la impunidad del anonimato. Ya no escucha al herido que sentencia:

 

-         Nadie llega antes ni después de la voluntad de Dios-Padre.

 

Del vientre emana sangre. Una mujer madura sacude su inercia del espanto y se hinca para tratar de auxiliar al caído. De su bolsa saca una mascada morada y hace una bola que coloca en la herida. Trata de consolar al moribundo con oraciones que susurra al viento que parece enfriarse cuando el sol se oculta en una nube presagiadora de tormenta. Lo deja en el charco de sangre y corre a un teléfono público para solicitar ayuda médica. Regresa para brindarle consuelo al herido que se aferra a su brazo y le musita:

 

-         Tú confirmas que el Padre Eterno no se equivocó en el Principio de los Tiempos.

 

Llegan los empleados del Centro Médico de Urgencias Populares. Le inyectan tranquilizantes y le imponen una sonda conectada a un tanque de oxigeno en tanto que le suministran suero. Una vez que han logrado estabilizar al paciente, lo acomodan en una camilla y lo suben a la ambulancia.

 

El ulular de las sirenas lastima los tímpanos. Dos

hombres de vientre prominente y uniformes percudidos, con enfado realizan el interrogatorio de los potenciales testigos. ¡Ninguna versión coincide! Calman su irritación al observar a la mujer con vestimenta ensangrentada. Los uniformados intercambian miradas de complicidad y se precipitan sobre la víctima que habilitarán como sospechosa y si tiene la suerte de que sea de la clase pobre, hasta la solución al homicidio podrían encontrar, que les abriría las posibilidades de un ascenso en el escalafón policiaco, con el beneficio colateral de obtener mayor impunidad en la explotación de menores de edad en la industria de la delincuencia. Con lujo de violencia la suben a la patrulla. ¡Pagará por el delito de haber respondido a su sentido humanitario!

 

La ambulancia es ignorada por los conductores fastidiados del embotellamiento del mediodía. Más adelante, en el cruce de las vías de ferrocarril, un tren realiza maniobras y detiene el tráfico por media hora. El vehículo de emergencia prosigue su marcha y llega a su destino. Sube la rampa en el acceso lateral dispuesto a las emergencias en la estructura del nosocomio. Aquí también debe esperar su turno: Hay diez unidades que le anteceden. Los paramédicos alistan al viajero. Han pasado quince minutos y ya les corresponde ser atendidos. Bajan la camilla con el hombre y, uno empuja mientras otro sostiene la botella de suero. Pasan por una puerta de cristal siempre abierta para agilizar el acceso. Llegan a una sala

en donde un estudiante de medicina recibe los documentos del informe preliminar y se acerca al encamillado para hacer una rápida auscultación. Al verlo con es palidez casi transparente, hace un gesto de fastidio y con el índice derecho señala a los auxiliares, un rincón en donde puedan dejarlo.

 

Hay poco tiempo y exceso de trabajo como para desperdiciarlo en un desconocido con características de pobreza. Médicos, enfermeras y técnicos se confunden en sus movimientos apresurados con policías, licenciados y agentes del ministerio público. Los quejidos lastimeros que reclaman atención se pierden en los gritos y carreras atropelladas. Los recién llegados son despojados de vestimenta y objetos personales que se guardan en bolsas de plástico y se envían a un almacén. Inmediatamente se les suministra tranquilizantes o somníferos que les tranquilice momentáneamente el dolor y se les abandona a la espera angustiante, en el desamparo y la profunda tristeza de amplios pasillos pintados de verde y crema, en donde se hospedan los cuerpos hacinados de inesperados compañeros en la desgracia. Manos extendidas que solicitan ayuda, reciben la frialdad del rechazo. El signo deshumanizado de veintidós millones de personas en la metrópoli, aquí se magnifica.

 

Preguntas sin que haya alguien para responderlas. Dolientes que irritan a los trabajadores. Hombres con batas blancas y de garabatear nervioso en hojas clínicas, muestran

su mayor preocupación en atender el reloj. ¡Qué lentos pasan los minutos! Quieren sentir cerca la hora de salida de una labor insatisfactoria y poco remunerativa. Sufren la condena de atender a unos miserables. Tan lejos de los honores y oropeles que soñaron en las aulas universitarias. Fama frustrada y siempre anhelada por la ambición del satisfactor monetario y del roce social. A cambio, están aquí, con el peso de la jornada que les encasilla en el servicio de desconocidos que carecen de la costumbre de dar las gracias.

 

Un hombre de tez morena, viste su metro setenta y cinco con un traje gris brilloso por el desgaste causado por el tiempo, corbata rosa y zapatos café, se acerca al pasante universitario y alisándose los cabellos entrecanos en casquete corto, mira con atención el reporte policíaco y le comenta:

 

-         A su edad y andar de casquivano. Su amante tendría sus razones para intentar asesinarlo. ¿Cómo lo ve? ¿Podrá salvarse? -- interroga al momento de escupir el chicle y alistar su pluma.

 

-         Es muy difícil. Yo diría que está en los estertores de la muerte...

 

-         ¿No ha dicho nada?

 

-         Nada en absoluto.

 

-         Pobre diablo.

 

Le dan la espalda al moribundo y acuerdan como redactar la minuta final en un alarde de eficiencia. Ignoran que allí, en ese rincón, el hombre se aferra a la vida. A simple vista podría interpretarse como un rictus mortal, sin embargo, los pensamientos del herido toman forma:

 

-         En tus manos encomiendo mi Espíritu. ¡Padre!...  ¡Padre!... ¡Padre!... con humildad en el fondo de mi corazón, te pido que se manifieste tu fuerza de Luz de Sanación.

 

El interior de su cerebro se ilumina y alimenta con la energía generada por su fe profunda. Mentaliza a su corazón y repite:

 

-         Yo soy el que soy, el que fui y el que será. ¡Padre mío! No soy el mismo de ayer, ya que hoy me reconozco como tu hijo. ¡Soy tu hijo señor! Tú estás en mí, del Septentrión al Mediodía, de la Puesta del Sol al Origen. Tu Legado está en mí. Y con esa Potestad que me diste, yo gobierno mi mente, yo gobierno mi cerebro, yo gobierno mi cuerpo. Acudo al poder del Fuego Eterno.

 

Aspira profundamente para contener el aire en sus pulmones y exhalar suavemente. Unifica su cuerpo, alma y espíritu en el Poder Divino. Asume el control de su cuerpo y la víscera cardiaca empieza a reducir sus palpitaciones de

setenta y una, a cincuenta, a veinticinco, a diez, a cinco, hasta quedar en una sola. Al disminuir la presión arterial, deja de perder sangre. Un síntoma que una enfermera que pasa por ese lugar, interpreta como el inminente desenlace mortal. Calcula el tiempo y estima que puede tomarse un café antes de reportarlo al Servicio Médico Forense. Ignora el trabajo interno del mentalista que alinea sus centros internos de poder de energía y los conecta con el cuerpo astral. Jala las fuerzas del Cosmos con la terrena para concentrarlas en su plexo solar y llena todo su organismo. El éxtasis de la oración alcanza los enlaces atómicos invisibles a simple vista. Como rayos azul-verdoso, recuperan la forma y comunicación de cada átomo, cada célula. La regeneración de la masa orgánica interna, reconstituye la carne. Empieza a desaparecer la herida sin dejar rastro ni cicatriz alguna. Han pasado cerca de doce horas y... ¡El cuerpo ha sanado!

 

-         ¡Gracias te doy, Padre Bendito!, -piensa el regenerado y ordena la estabilización del fluido sanguíneo bombeando al corazón para reactivar las pulsaciones cardiacas de uno a dos, a cuatro, a ocho, a dieciséis, a treinta y dos, a sesenta y cuatro y finalmente a setenta y una por minuto. La combustión pulmonar en el intercambio interno de gases, se normaliza. Su temperatura alcanza los treinta y seis grados. El hombre aspira profundamente y tensiona los músculos para soltarlos al exhalar con fuerza. Mueve la cabeza y abre los ojos. Observa la pa-

red de enfrente en donde el reloj señala las tres horas. Se sienta en la camilla y levanta los brazos, estirándolos por encima de la cabeza con los puños apretados. Baja los miembros superiores por los costados, como formando un círculo y abre las palmas de las manos, para terminar el movimiento con los brazos en cruz sobre el pecho. Dobla el torso y pone su cabeza entre las rodillas mientras se agarra los tobillos para respirar fuerte y profundamente y empieza a erguirse con los brazos abiertos. ¡Ha renacido y llama a su Espíritu!

 

-         ¡Elí, Elí, Elí, Elí, Elí, Elí, Elíiiiiii!

 

Se levanta. Tiene los labios resecos y busca el alimento de vida. Dirige sus pasos a la puerta de la sala. Queda de frente a la enfermera que se tardó en regresar por la amenaza charla con el archivista. Al verlo, sus cuarenta años pasan rápidamente por su pensamiento. Sufre un mareo y tira la bandeja con medicamentos y vasos de agua. ¡Tiene miedo! Ese hombre debería estar muerto o... ¿regresaría del más allá? Con el temblor en las corvas, tartamudea al preguntarle como se siente. Un sudor frío le emana de la espalda al oírlo con esa amplia y generosa sonrisa:

 

-         Estoy bien, hermana. Gracias. Solamente deseo un poco de agua.

 

Con el impacto de la impresión, la sorprendida se dirige a un garrafón de líquido vital. Sin dejar

de verle llena un vaso de unicel. No se percata de que se derrama. Moja sus piernas y entonces, cierra el grifo. Tiembla al entregarle el recipiente con agua. Sin el pleno control de sus movimientos, la mujer dirige sus manos al vientre del aparecido y piensa que está soñando: ¡La herida ha desaparecido! Ya no puede controlarse y llama a gritos:

 

-         ¡Doctor! ¡Doctor! ¡Venga rápido! ¡Por favor, ayúdeme!

 

Todos en el hospital se ponen alertas. Llegan y miran en todo su esplendor proyectado en un brillo morado que cubre el cuerpo del recuperado. Un auxiliar de enfermería corre por el pasillo hasta llegar al mostrador de servicios. Coge el expediente y lo entrega a los médicos. No hay duda: ¡Este hombre está muerto! El improvisado cronista les pone al corriente de los hechos presentes:

 

-         Llegó con una herida de diez centímetros de profundidad y que afectó al estómago, el hígado, y los intestinos. Un estado crítico por la infección generada al exponerse varios minutos, las vísceras. Sin embargo, está allí, frente a sus incrédulos ojos. ¿Habría alguna explicación científica? ¿Qué se debería hacer en estos casos? De momento, le toman el brazo para conducirlo a un cubículo. Lo sientan y le quitan la bata. Una enfermera comienza por medirle la presión, otra le coloca el termómetro para analizar su temperatura y el doctor escucha los

latidos del corazón con el estetoscopio. ¡Todo indica que está vivo! ¡Está perfectamente sano!

 

Por lo inusitado del caso deciden comunicarlo al director general, sin respetar el horario de su descanso en su casa. Sin creer la historia de los empleados, el alto funcionario se apersona en el lugar... después de una hora. Recibe los expedientes clínicos y policíacos. Sin mayores preguntas exige que le lleven a donde se encuentra el fenómeno. Allí, le entregan los análisis de química sanguínea de un adulto de cuarenta años, con excelentes condiciones de salud.

 

-         ¿Cuarenta años? ¡Carajo! No se puede confiar en el personal. Los reportes indican que el herido es de aproximadamente setenta años y que sufrió sangría continua. ¿Por qué se equivocan tanto?

 

-         No doctor. Yo personalmente llevé la sangre y estuve pendiente de que hicieran el trabajo. No puede haber error –argumenta un galeno cincuentón.

 

Ingresan a la pequeña habitación. El hombre parece rejuvenecido pero sin lugar a dudas, es el mismo que ingresó a las primeras horas de la tarde anterior. El director general escucha rumores en la puerta. Los pacientes y demás trabajadores, oyeron del milagro que sucedía cerca de su rutina y están ahí, como si fuesen

familiares del paciente, exigen informes. Unos piensan que se trata de un extraterrestre quarribó al planeta en condiciones adversas, pero exhortan a prepara la defensa contra la invasión estelar. Otros intercambian opiniones sobre experimentos militares de las grandes potencias y su preferencia por utilizar a los mexicanos como conejillos de indias. Los más, están convencidos de que es la manifestación divina que busca prevenir a la humanidad del camino equivocado que ha llevado a someterse al poder y el control de las guerras, sin dejarle un rincón al tiempo y al espacio de Dios. Se dividen al ubicarlo como el nuevo Mesías o bien, el Anticristo anunciado en las profecías. Son atajados por el funcionario médico:

 

-         ¿Qué pasa aquí? ¿No tienen nada que hacer? ¡Regresen a sus puestos! ¡Aquí no pasa nada!

 

-         Pero dotorcito, tenemos derecho a saber –dice una pobre anciana desdentada y con la esperanza en los ojos.

 

-         ¿Ver qué? ¿Saber qué? No sean fanáticos. Es tan fácil engañarlos. Falta mucho para el día de los Santos Inocentes. ¡Largo de Aquí! Vayan a buscar sus fantasías en otro lugar.

 

Se mete al consultorio y cierra la puerta. Sabe que el regenerado no estará a salvo en este lugar. Conoce la fuerza del fanatismo popular y decide sacarlo por una puerta lateral. Lo lleva  por un pasillo hasta llegar a un cuarto aislado con la seguridad suficiente, al contar con una sola puerta de tres chapas, sin ventanas y con una cama más o menos confortable. Sale sin decir nada. Asegura con tres llaves la puerta de acero. Les ordena a dos guardias que nadie puede entrar sin su autorización personal. Con cierta confianza se dirige a su oficina. Marca el teléfono. Llama al Encargado de la Política Interior. Escucha:

 

-         ¿Está usted bien, doctor? Es muy temprano para jugar bromas.

 

-         Es cierto lo que le digo. Yo creo que podría estar en riesgo la seguridad nacional.

 

El médico ignora que el secretario privado del funcionario federal, al escuchar la conversación por una extensión del teléfono, fue más receptivo a la importancia de los hechos y con señas le sugiere que acepte ir al hospital. Argumentó:

 

-         ¡Imagínese usted que realmente sea cierto lo que dice! No podemos dudar de un profesional que ha recibido amplio reconocimiento internacional. Usted estaría en condiciones de aprovecharlo si consideramos que en este momento, debemos ir a todas, para cubrir todos los espacios a favor de sus legítimas aspiraciones políticas. Quien quita y ese hombre, en el supuesto de que exista, pueda entregarle a usted, el maravilloso secreto de la recuperación de enfermos y heridos. Se puede improvisar un Centro de Investigaciones Biomédicas para anunciar que usted se preocupa por la salud de la población, que agobiada por sus problemas económicos, carece de medios para atenderse debidamente. Y como una contribución al Partido, generosamente pone usted ese Centro al servicio de los que menos tienen. ¡Quedaría bien con el partido! De hecho, creo que se amarraría la candidatura, sin enemigo potencial al frente. Gobernaría los tres años que faltan para la sucesión, su sexenio y podría imponer cambios constitucionales para permanecer en el poder y acabar con las tentaciones de la alternancia en el poder.

 

Ajeno a las disquisiciones y sueños de su interlocutor, el director general del Centro Médico de Urgencias Populares decide realizar su propia pesquisa. Toma su grabadora y libreta y sale de su despacho. Denota su nerviosismo al caminar por el reducido pasillo secreto, que se construyó para casos de extrema urgencia.

 

Piensa que de comprobar la regeneración increíble de ese sujeto y forzarle a entregar el misterioso mecanismo de la cura, podría revolucionar la ciencia moderna y, por fin, ocupar el lugar que cree merecer entre los grandes científicos. ¡Qué Padre de la Penicilina ni que nada! Él será el Padre de la Humanidad al proveerle de la curación instantánea. Vuela su imaginación  a los límites de transformar ese descubrimiento en el Don de la Inmortalidad.

 

Sus dedos cosquillean al sentir la realidad virtual del beneficio económico. Con sus premios internacionales de respaldo, podrá convencer fácilmente a los directivos de las grandes transnacionales para financiar las primeras investigaciones y cuando se encuentra en la etapa preindustrial, buscar cualquier pretexto en potenciales fallas y apropiarse de la infraestructura química, lo que le permitiría la explotación del producto en forma personal y sin tener que compartir utilidades.

 

El poder económico y la fama internacional que soñó desde niño están al alcance de su mano. Después de tantos años de espera... claro que no se esforzó mucho, ya que la base de sus propuestas que le valieron los premios internacionales, eran producto del esfuerzo de sus estudiantes en la Facultad. Pero ahora sí, sentía muy cerca la gloria. Y presumirles a sus padres que tanto le exigían y reprochaban el que usufructuar los trabajos de sus discípulos.

 

Llega al cuarto pequeño. Se le caen las llaves al intentar abrir. Las recoge y corre los pasadores. Empuja la puerta y penetra en la habitación, cerrando tras de sí.

 

-         A ver, a ver. ¿Cómo se encuentra nuestro espectacular amigo?

 

-         Bien, doctor, muy bien.

 

-         Tú fuiste herido mortalmente y lograste la recuperación ¿sin ayuda de los médicos?

 

-         No fue necesario. El Poder de Dios está por encima de los hombres.

 

-         Bueno... cada cuál es libre de tener sus propias creencias. A final de cuentas, todos pensamos que existe un Dios, aunque se le llame de diferentes maneras. Pero ese no es el caso que nos compete. ¿Sabes? Es muy importante para la ciencia saber cómo lograste tu curación. ¿Te imaginas la cantidad de vidas que podríamos salvar? Tu nombre sería aclamado por la humanidad.

 

-         Solamente el Padre es el que debe ser aclamado. Sus hijos cumplimos con nuestra misión.

 

-         No te angusties. Yo soy tu amigo y puedo proteger tus secretos. Empecemos por el principio: ¿cómo te llamas?

 

-         Adam Kardmón.

 

-         Sin lugar a dudas, es nombre curioso. ¡Muy original! Pero suena bien ese nombre. Muy bien que suena. Posiblemente tus padres son extranjeros. Los judíos son buenos amigos míos y aportan dinero para cumplir con nuestro servicio. Aunque más bien, suena como árabe o

asiático. ¿Cómo se llaman tus padres?

 

-         Solamente tengo un Padre. Es el Creador de los Universos. ¡Soy Hijo de Dios!

 

-         ¿Qué? ¿Cómo? ¿Hijo de quien? Me parece que no escuché bien. ¡Repítelo!

 

-         ¿Cuál es el motivo de la duda? Yo soy el que fui, yo soy el que soy y soy el que será. Soy Hijo de Dios, mi Padre desde el Principio de los Tiempos.

 

-         ¿Estás jugando, verdad? Yo también soy hijo de dios, y muchos de los que aquí trabajamos sabemos y aceptamos, pero no por ello tenemos la capacidad de curarnos como tú lo hiciste. ¡Aquí no estamos en una iglesia! Aquí estamos en un templo dedicado a la ciencia para atender a los demás hijos de dios que caen en la desgracia por las calles. Por eso es importante que tomes este asunto con la importancia debida. ¿Sí sabe los que hiciste? Te sanaste sin ayuda nuestra y eso...

 

-         Yo no lo hice...

 

-         ¿Vino alguien a curarte sin que nos diésemos cuenta?

 

-         Para el que no quiera ver nada será visto. ¿No puede aceptar que fue voluntad del que Todo, Todo, absolutamente Todo lo puede? En la Tierra no se mueve una hoja de un árbol si Él no lo autoriza.

 

-         ¡No es hora del sermón dominical! Tú debes tener un secreto y lo quieres ocultar. Te apoyaría en tu posición egoísta si no fuera tan importante para la ciencia médica. Tan sólo aquí, ¿sabes cuantos heridos recibimos diariamente? ¡Ni te imaginas! Hay días en que no damos abasto. Es un promedio de quinientos heridos, atropellados o golpeados. ¿Te das cuenta? Podría dar un excelente servicio a tus hermanos. Pero no nada más se trata de filantropía que nadie agradece. Al darme tus conocimientos, consideraría la posibilidad de asociarnos. Te correspondería un diez por ciento o, después lo podemos negociar. Así, tendrían mucho dinero que bien lo necesitas. Tu ropa ya es muy vieja y pienso que has de pasar por un momento de crisis económica. Y desarrollando científicamente la forma en que lograste la sanación alcanzaríamos la fama y el poder. ¡Todo el poder para nosotros dos! Gobernantes y millonarios estarían deseando ser nuestros amigos para que les demos pequeñas dosis de la Eterna Juventud. Depende de tu cooperación. Saber quiénes fueron tus padres es de vital importancia para iniciar los estudios...

 

-         Ya le dije que mi nombre es Adam Kardmón y soy Hijo de Dios.

 

La tolerancia del funcionario alcanza su máxima incapacidad. Se exaspera. Iracundo avienta la grabadora sobre la pared y bota al piso la libreta. Sale del cuarto y pasa los cerrojos. No puede contener su cólera y ordena a los vigilantes:

 

-         ¡Que nadie entre ni salga de este lugar!

 

Y masculla al empezar a caminar por el pasillo:

 

-         ¡Adam Kardón! ¡Hijo de dios! Es un hijo de puta. ¡Pinche egoísta! Le sacaré la verdad, así tenga que matarlo. Y ahora sí, de verdad verá la muerte y nadie podrá salvarlo. ¡De eso me encargo yo!

 

Entra a su oficina y se deja caer en el sillón de piel. Enciende la computadora y se conecta con el correo electrónico. Tiene la esperanza de encontrar algún rastro en los bancos de datos de los centros de investigación del mundo. En su confundida cabeza anida la idea de que bien podría tratarse de un experimento de los militares estadounidenses. Como siempre están en guerra. Y de cumplirse la profecía de que se enfrentarán el Corán y la Biblia, necesitan de la autoregeneración de la especie. Sin embargo, lo más acercado que existe en ese momento, es el Proyecto Genoma Humano desarrollado multilateralmente por los Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia y ¡México! No quiere dar crédito de que el país se encuentre dentro de un importante programa internacional que pretende decodificar los millones de genes humanos, para establecer sus mecanismos de intercomunicación para saber cómo ordenarles e inducir el desarrollo molecular sin necesidad de complicados y costosos equipos de laboratorio. Piensa en el potencial que tiene en sus manos. Lo importante que sería para sus aspiraciones personales, lograr arrancarle su secreto a ese predicador. Unos fuertes golpes en la puerta le regresan a su realidad:

 

-         ¿Se puede pasar? ¡Qué extraño! Siempre creí que los médicos preferían la luz para poder estudiar y usted se encuentra en la oscuridad. ¡Algo debe traerse entre manos!

 

El encolerizado se tranquiliza. Cambia su semblante preocupado por la expresión del Encargado de la Política Exteriores. Recibe al político e inmediatamente le pone en antecedentes. Apoya su versión con los reportes médicos y policíacos y el audio de su fallido interrogatorio. Carece, empero, de material gráfico que sugiere, podría substituirse por las testimoniales del personal que acredita amplia experiencia profesional.

 

El funcionario público se muestra como un profundo conocedor de la materia y los dos se encaminan al importante momento de sus ambiciones personales ocultas en la charla intrascendente de ese instante. Ordenan a los guardias que se hagan a un lado y que nadie les interrumpa. Abren la puerta y al entrar... ¡no hay nadie! El lugar está vacío. El director general busca desesperado debajo de la cama y hasta de la silla. Grita:

 

-         ¡Guardias! ¿Qué pasó aquí? ¿No les dije claramente que nadie podía entrar ni salir sin mi autorización personal? ¿Quién se llevó al paciente?

 

Desconcertados, los morenos de baja estatura y uniforme raído, titubean:

 

-         ¡Jefessscito... le ... le... juramos por ésta... por dios que nos está viendo... que nadie entró ni salió! Aquí hemos estado todo el tiempo.

 

Por los comunicadores personales del cuerpo de seguridad se ordena como prioritaria la búsqueda del desaparecido. Cierran todos los accesos al hospital y suspenden el servicio. Todo es infructuoso. El funcionario federal espeta, furioso:

 

-         ¿Para esto me sacó de mis importantes actividades?

 

-         Es cierto lo que le dije por teléfono. Al principio yo tampoco lo creí, pero la seriedad de los doctores me convenció y aquí lo dejé encerrado con llave. ¡Debe usted ordenar que se realice una investigación minuciosa! Esto no puede quedarse así.

 

-         Y... ¿cómo quiere que quede? ¿Piensa acaso que estoy dispuesto a prestarme para una bufonada que usted instrumentó? Seguramente, en complicidad con mis enemigos políticos. Lo que sí le aseguro que esto no voy a olvidarlo tan fácilmente. Ya sabrá usted de mí y del Encargado de Sanidad Nacional.

 

Se despide muy molesto sin darle la mano al médico quién, en su confusión, lo único que acierta por hacer, es dirigirse a su oficina y redactar un memorándum:

 

“¡A TODO EL PERSONAL.

 

Queda estrictamente prohibido, realizar comentario alguno fuera de esta Institución sobre el caso del paciente conocido como Adam Kardmón, a riesgo de perder su empleo y sufrir el descrédito público.

 

ATENTAMENTE

 

La Dirección General” 

Capítulo II

El Elegido

 

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