Adam Kardmón
La Conspiración del Fin del Mundo
Por Mario Luis Altuzar Suárez
Capítulo I
La Manifestación
-
“... bienaventurados sean los que buscan en el nombre del Señor”, escucha
ese hombre de rostro endurecido y dientes apretados que contienen su
explosión nerviosa de un carácter rudo. El medio ambiente es pesado:
ruido ensordecedor de automotores cuyos conductores exigen la imposible
vía libre y muestran su irritación en las bocinas del claxon. Se observan
esos seres apresurados. Ensimismados en su problemática individual. Se
pisotean, empujan y golpean entre ellos. Reflejan la ira en la mirada sobre
quien se interpone en su camino. Agobiados por la desesperación del
tiempo digerido por las distancias, congestionamientos vehiculares y
conglomerados humanos. Buscan liberar sus frustraciones internas en la
frase ofensiva o la agresión física en un semejante para satisfacer sus
propios reproches... siempre y cuando sea más débil.
Desconcertado
por lo inusual de esas palabras y sin la certeza de que estuviesen
dirigidas a él, siente la oportunidad de soltar su cólera para
revalorizarse, en lo que él piensa, sería un feminoide que intenta
encubrir su complejo de inferioridad en místicas frases fuera de contexto
de la realidad tangible. El hombre se transforma en bestia. Con los ojos
enrojecidos por el rencor acumulado en la repetición constante del fracaso,
gira violentamente y como serpiente ras
trea a la
víctima potencial. ¡Por lo menos, gritarle su porquería de insensibilidad
y falta de respeto para los que trabajan y son productivos!
Levanta
el brazo derecho con el puño amenazante, dispuesto a descargar la fuerza
de sus noventa kilos en el metro ochenta de estatura. Lo descubre. Esboza
una sonrisa burlona. Festeja anticipadamente el festín de sangre. Mira la
figura extremadamente delgada, rostro enjuto y avejentado, cabellos
largos agrisados por sus setenta años recorridos y, sin embargo, su
generosa y amplia risa con sus amorosos ojos, carecen del temor ante la
inminente golpiza.
Con voz
clara y sonora le repite: “bienaventurados sean los que buscan en el
nombre del Señor”. Sus brazos extendidos, con las manos abiertas, ofrecen
la belleza del candor del brillo tan extraño y desconocido que emana.
¡Cómo si tuviese luz propia! Tan distinta a la energía solar de las doce
horas del día que apenas empieza a levantar la inversión térmica
invernal.
Pasada la
sorpresa, el interpelado se siente molesto. Esa visión aumenta su
irritabilidad. Cada palabra, cada sílaba lacera sus oídos. Se enardece:
-
“¡¿Me hablas a mí?! ¡Hijo de la chingada!”, grita, antes de naufragar su
mente en un negro absoluto. Perdido de la conciencia
se
entrega a su instinto asesino. Descarga sus golpes y patadas sobre la
indefensa figura. Estalla en carcajadas cuando logra derribarlo. Allí, en
el suelo, prosigue el infame castigo. La sangre lo excita. Sus gritos
semejan aullidos de hiena en celo, mezclados con sonidos guturales de
primate.
Los
transeúntes detienen su rutina. Tienen necesidad de distraer el hambre
con la morbosidad circense que mitigue sus propias angustias.
Arremolinados en círculo se desgañitan. Más no para defender al castigado
sino para exigir que le peguen más fuerte. Llegan a corear un “¡mátalo!”
con la oquedad del mecanismo robotizado de la especie. Un ambiente tan
cargado por la tensión. Se respira la adrenalina exudada por cada poro de
los cuerpos refocilados en la ignominia. En el aire no tiene cabida el
menor indicio de humanidad. Rostros deformados, poseídos por el Hades.
Envidiosos por no ser ellos los elegidos para satisfacer su sed de
venganza, que aligere el cansancio de los instintos reprimidos en
hipócritas genuflexiones serviciales de la cotidianeidad. Manotean y se
proyectan en ese instante liberador y con el gozo de apropiarse cada golpe,
cada patada.
Tirado en
el piso, en calidad de masa sanguinolenta, el castigado sería un muñeco
de trapo desarticulado. El golpeador se levanta satisfecho, aunque
sudoroso y agotado. Levanta la vista retadora hacia la muchedumbre.
Siente
la gloria
al verlos acobardados y con la cabeza gacha y que buscan escapar, sin
poder abandonar el arrastramiento de los píes que aumenta el temor
anunciado por su instinto de conservación. Desde el fondo de sus miedos,
están acostumbrados a respetar la bestialidad. Los mismos valientes que
vitoreaban y ansiosos deseaban tener a su propia víctima, retoman su
propia realidad de ser los mismos perdedores de siempre en el transcurso
de su mecánica vida. Brazos caídos y con la boca reseca debido a la
emoción virtual que les permitió el momento efímero. Ocultan su pánico de
poder sufrir la agresión y evaden al orgulloso de su fuerza primate.
Pretextan ver sus relojes de pulsera para encontrar una salida honorable.
Apresuran el paso hacia la Glorieta del Metro Insurgentes y otros desean
correr a la parada del colectivo en la calle de Puebla.
Responden
a la razón de la costumbre que les ordena acallar la conciencia.
Fortalecen su egolatría en su interior que les repite su justificación
pusilánime:
-
¡La víctima se merecía la golpiza!
Sin
conocimiento de causa, sus pensamientos reverberan:
-
“¡Bien merecido lo tenía!”
Resignados
y felices de que al menos uno había logrado desahogar la tensión de los
cuarenta gra
dos en el
humo espeso y larvado que caracteriza a la urbe citadina, enclavada en
medio de montes de doscientos metros de altura y a tres mil metros sobre
el nivel del mar.
Vencidos
en su tiempo y espacio guardan celosamente el ensueño del alimento
violento. Se sienten vencedores de peleas ajenas. La endeble limitación
de la moral y la inmoralidad, franqueada por los gladiadores del
pancracio televisivo, un canal excelente para inducir la apología de
asaltantes y asesinos. Guardan su esperanza de seguridad en la frialdad
de sus bolsillos que ocultan hojas de acero con treinta centímetros de
filo mortal, picahielos enmohecidos, bóxers, chacos, pistolas hechizas de
diversos calibres. ¡Una variedad tan amplia para sembrar la muerte!
Improvisados custodios de su propia vida y, profundos desconocedores de
la lucha cuerpo a cuerpo. Pero las armas les generan la suficiente
confianza para ejercer su derecho a la supervivencia en medio de policías
y hampones enseñoreados del hábitat de hierro y concreto que a cada
segundo satisface su hambre insaciable de humanoide. Un clima natural en
el espejismo superficial de la competencia impuesta y apuntalada en la
angustia económica del mercantilismo salvaje camuflado en el sofisma
creador de vanidades frustradas.
El andar
por las calles es propicio para recibir la agresión publicitaria. Grandes
carteles inducen la conciencia del éxito anhelado, en la efímera
loción,
una vestimenta de plástico, automóviles de fibra de vidrio con la promesa
libertaria de sus amplios kilometrajes, licores evasores del momento y...
sin mostrarse abiertamente pero presente en todo lugar, cada persona o
cosa; El dinero. Ese Dios esclavizador, insensible y voraz comedor de
dignidades, sagrado prostituidor de ilusiones, ofrece su mística Ley del
más fuerte, más alto, más rápido. Símbolo del poder tecnocrático que se
entroniza en la razón del ser. El máximo objeto incansable.
Se
justifica la cultura del miedo a la muerte. Personalizado en esos seres
incapaces de presentir que la masa sanguinolenta conserva su propia vida.
Su voz jamás perdió su propia firmeza y transmite una vibración extraña.
Le dice al agresor:
-
Te perdono en el nombre de Dios, mi Padre.
El
agresor lo escucha. Se siente ofendido en lo más profundo de su
virilidad. ¿De qué debería recibir perdón? Lejos de amedrentarse o abrirse
al arrepentimiento, se envalentona y cuestiona gritos:
-
¿Cuál Dios?
Lleva su
mano derecha a la cintura y extrae una daga de buzo y al enterrarla en la
carne del perdonador, exclama:
-
¡Este es mi Dios! ¡Hijo de la chingada!
Se yergue
y avienta el arma a una coladera del drenaje para huir a la impunidad del
anonimato. Ya no escucha al herido que sentencia:
-
Nadie llega antes ni después de la voluntad de Dios-Padre.
Del
vientre emana sangre. Una mujer madura sacude su inercia del espanto y se
hinca para tratar de auxiliar al caído. De su bolsa saca una mascada
morada y hace una bola que coloca en la herida. Trata de consolar al
moribundo con oraciones que susurra al viento que parece enfriarse cuando
el sol se oculta en una nube presagiadora de tormenta. Lo deja en el
charco de sangre y corre a un teléfono público para solicitar ayuda
médica. Regresa para brindarle consuelo al herido que se aferra a su
brazo y le musita:
-
Tú confirmas que el Padre Eterno no se equivocó en el Principio de los
Tiempos.
Llegan
los empleados del Centro Médico de Urgencias Populares. Le inyectan
tranquilizantes y le imponen una sonda conectada a un tanque de oxigeno
en tanto que le suministran suero. Una vez que han logrado estabilizar al
paciente, lo acomodan en una camilla y lo suben a la ambulancia.
El ulular
de las sirenas lastima los tímpanos. Dos
hombres
de vientre prominente y uniformes percudidos, con enfado realizan el
interrogatorio de los potenciales testigos. ¡Ninguna versión coincide!
Calman su irritación al observar a la mujer con vestimenta ensangrentada.
Los uniformados intercambian miradas de complicidad y se precipitan sobre
la víctima que habilitarán como sospechosa y si tiene la suerte de que
sea de la clase pobre, hasta la solución al homicidio podrían encontrar,
que les abriría las posibilidades de un ascenso en el escalafón
policiaco, con el beneficio colateral de obtener mayor impunidad en la
explotación de menores de edad en la industria de la delincuencia. Con
lujo de violencia la suben a la patrulla. ¡Pagará por el delito de haber
respondido a su sentido humanitario!
La
ambulancia es ignorada por los conductores fastidiados del
embotellamiento del mediodía. Más adelante, en el cruce de las vías de
ferrocarril, un tren realiza maniobras y detiene el tráfico por media
hora. El vehículo de emergencia prosigue su marcha y llega a su destino.
Sube la rampa en el acceso lateral dispuesto a las emergencias en la
estructura del nosocomio. Aquí también debe esperar su turno: Hay diez
unidades que le anteceden. Los paramédicos alistan al viajero. Han pasado
quince minutos y ya les corresponde ser atendidos. Bajan la camilla con
el hombre y, uno empuja mientras otro sostiene la botella de suero. Pasan
por una puerta de cristal siempre abierta para agilizar el acceso. Llegan
a una sala
en donde
un estudiante de medicina recibe los documentos del informe preliminar y
se acerca al encamillado para hacer una rápida auscultación. Al verlo con
es palidez casi transparente, hace un gesto de fastidio y con el índice
derecho señala a los auxiliares, un rincón en donde puedan dejarlo.
Hay poco
tiempo y exceso de trabajo como para desperdiciarlo en un desconocido con
características de pobreza. Médicos, enfermeras y técnicos se confunden
en sus movimientos apresurados con policías, licenciados y agentes del
ministerio público. Los quejidos lastimeros que reclaman atención se
pierden en los gritos y carreras atropelladas. Los recién llegados son
despojados de vestimenta y objetos personales que se guardan en bolsas de
plástico y se envían a un almacén. Inmediatamente se les suministra
tranquilizantes o somníferos que les tranquilice momentáneamente el dolor
y se les abandona a la espera angustiante, en el desamparo y la profunda
tristeza de amplios pasillos pintados de verde y crema, en donde se
hospedan los cuerpos hacinados de inesperados compañeros en la desgracia.
Manos extendidas que solicitan ayuda, reciben la frialdad del rechazo. El
signo deshumanizado de veintidós millones de personas en la metrópoli,
aquí se magnifica.
Preguntas
sin que haya alguien para responderlas. Dolientes que irritan a los
trabajadores. Hombres con batas blancas y de garabatear nervioso en hojas
clínicas, muestran
su mayor
preocupación en atender el reloj. ¡Qué lentos pasan los minutos! Quieren
sentir cerca la hora de salida de una labor insatisfactoria y poco
remunerativa. Sufren la condena de atender a unos miserables. Tan lejos
de los honores y oropeles que soñaron en las aulas universitarias. Fama frustrada
y siempre anhelada por la ambición del satisfactor monetario y del roce
social. A cambio, están aquí, con el peso de la jornada que les encasilla
en el servicio de desconocidos que carecen de la costumbre de dar las
gracias.
Un hombre
de tez morena, viste su metro setenta y cinco con un traje gris brilloso
por el desgaste causado por el tiempo, corbata rosa y zapatos café, se
acerca al pasante universitario y alisándose los cabellos entrecanos en
casquete corto, mira con atención el reporte policíaco y le comenta:
-
A su edad y andar de casquivano. Su amante tendría sus razones para
intentar asesinarlo. ¿Cómo lo ve? ¿Podrá salvarse? -- interroga al
momento de escupir el chicle y alistar su pluma.
-
Es muy difícil. Yo diría que está en los estertores de la muerte...
-
¿No ha dicho nada?
-
Nada en absoluto.
-
Pobre diablo.
Le dan la
espalda al moribundo y acuerdan como redactar la minuta final en un
alarde de eficiencia. Ignoran que allí, en ese rincón, el hombre se
aferra a la vida. A simple vista podría interpretarse como un rictus
mortal, sin embargo, los pensamientos del herido toman forma:
-
En tus manos encomiendo mi Espíritu. ¡Padre!... ¡Padre!... ¡Padre!...
con humildad en el fondo de mi corazón, te pido que se manifieste tu
fuerza de Luz de Sanación.
El
interior de su cerebro se ilumina y alimenta con la energía generada por
su fe profunda. Mentaliza a su corazón y repite:
-
Yo soy el que soy, el que fui y el que será. ¡Padre mío! No soy el mismo
de ayer, ya que hoy me reconozco como tu hijo. ¡Soy tu hijo señor! Tú
estás en mí, del Septentrión al Mediodía, de la Puesta del Sol al Origen.
Tu Legado está en mí. Y con esa Potestad que me diste, yo gobierno mi
mente, yo gobierno mi cerebro, yo gobierno mi cuerpo. Acudo al poder del
Fuego Eterno.
Aspira
profundamente para contener el aire en sus pulmones y exhalar suavemente.
Unifica su cuerpo, alma y espíritu en el Poder Divino. Asume el control
de su cuerpo y la víscera cardiaca empieza a reducir sus palpitaciones de
setenta y
una, a cincuenta, a veinticinco, a diez, a cinco, hasta quedar en una
sola. Al disminuir la presión arterial, deja de perder sangre. Un síntoma
que una enfermera que pasa por ese lugar, interpreta como el inminente
desenlace mortal. Calcula el tiempo y estima que puede tomarse un café
antes de reportarlo al Servicio Médico Forense. Ignora el trabajo interno
del mentalista que alinea sus centros internos de poder de energía y los
conecta con el cuerpo astral. Jala las fuerzas del Cosmos con la terrena
para concentrarlas en su plexo solar y llena todo su organismo. El
éxtasis de la oración alcanza los enlaces atómicos invisibles a simple
vista. Como rayos azul-verdoso, recuperan la forma y comunicación de cada
átomo, cada célula. La regeneración de la masa orgánica interna,
reconstituye la carne. Empieza a desaparecer la herida sin dejar rastro
ni cicatriz alguna. Han pasado cerca de doce horas y... ¡El cuerpo ha
sanado!
- ¡Gracias
te doy, Padre Bendito!, -piensa el regenerado y ordena la estabilización
del fluido sanguíneo bombeando al corazón para reactivar las pulsaciones
cardiacas de uno a dos, a cuatro, a ocho, a dieciséis, a treinta y dos, a
sesenta y cuatro y finalmente a setenta y una por minuto. La combustión
pulmonar en el intercambio interno de gases, se normaliza. Su temperatura
alcanza los treinta y seis grados. El hombre aspira profundamente y
tensiona los músculos para soltarlos al exhalar con fuerza. Mueve la
cabeza y abre los ojos. Observa la pa-
red de
enfrente en donde el reloj señala las tres horas. Se sienta en la camilla
y levanta los brazos, estirándolos por encima de la cabeza con los puños
apretados. Baja los miembros superiores por los costados, como formando
un círculo y abre las palmas de las manos, para terminar el movimiento
con los brazos en cruz sobre el pecho. Dobla el torso y pone su cabeza
entre las rodillas mientras se agarra los tobillos para respirar fuerte y
profundamente y empieza a erguirse con los brazos abiertos. ¡Ha renacido
y llama a su Espíritu!
-
¡Elí, Elí, Elí, Elí, Elí, Elí, Elíiiiiii!
Se
levanta. Tiene los labios resecos y busca el alimento de vida. Dirige sus
pasos a la puerta de la sala. Queda de frente a la enfermera que se tardó
en regresar por la amenaza charla con el archivista. Al verlo, sus
cuarenta años pasan rápidamente por su pensamiento. Sufre un mareo y tira
la bandeja con medicamentos y vasos de agua. ¡Tiene miedo! Ese hombre
debería estar muerto o... ¿regresaría del más allá? Con el temblor en las
corvas, tartamudea al preguntarle como se siente. Un sudor frío le emana
de la espalda al oírlo con esa amplia y generosa sonrisa:
-
Estoy bien, hermana. Gracias. Solamente deseo un poco de agua.
Con el
impacto de la impresión, la sorprendida se dirige a un garrafón de
líquido vital. Sin dejar
de verle
llena un vaso de unicel. No se percata de que se derrama. Moja sus
piernas y entonces, cierra el grifo. Tiembla al entregarle el recipiente
con agua. Sin el pleno control de sus movimientos, la mujer dirige sus
manos al vientre del aparecido y piensa que está soñando: ¡La herida ha
desaparecido! Ya no puede controlarse y llama a gritos:
-
¡Doctor! ¡Doctor! ¡Venga rápido! ¡Por favor, ayúdeme!
Todos en
el hospital se ponen alertas. Llegan y miran en todo su esplendor
proyectado en un brillo morado que cubre el cuerpo del recuperado. Un
auxiliar de enfermería corre por el pasillo hasta llegar al mostrador de
servicios. Coge el expediente y lo entrega a los médicos. No hay duda:
¡Este hombre está muerto! El improvisado cronista les pone al corriente
de los hechos presentes:
-
Llegó con una herida de diez centímetros de profundidad y que afectó al
estómago, el hígado, y los intestinos. Un estado crítico por la infección
generada al exponerse varios minutos, las vísceras. Sin embargo, está
allí, frente a sus incrédulos ojos. ¿Habría alguna explicación
científica? ¿Qué se debería hacer en estos casos? De momento, le toman el
brazo para conducirlo a un cubículo. Lo sientan y le quitan la bata. Una
enfermera comienza por medirle la presión, otra le coloca el termómetro
para analizar su temperatura y el doctor escucha los
latidos
del corazón con el estetoscopio. ¡Todo indica que está vivo! ¡Está perfectamente
sano!
Por lo
inusitado del caso deciden comunicarlo al director general, sin respetar
el horario de su descanso en su casa. Sin creer la historia de los
empleados, el alto funcionario se apersona en el lugar... después de una
hora. Recibe los expedientes clínicos y policíacos. Sin mayores preguntas
exige que le lleven a donde se encuentra el fenómeno. Allí, le entregan
los análisis de química sanguínea de un adulto de cuarenta años, con
excelentes condiciones de salud.
-
¿Cuarenta años? ¡Carajo! No se puede confiar en el personal. Los reportes
indican que el herido es de aproximadamente setenta años y que sufrió
sangría continua. ¿Por qué se equivocan tanto?
-
No doctor. Yo personalmente llevé la sangre y estuve pendiente de que
hicieran el trabajo. No puede haber error –argumenta un galeno
cincuentón.
Ingresan
a la pequeña habitación. El hombre parece rejuvenecido pero sin lugar a
dudas, es el mismo que ingresó a las primeras horas de la tarde anterior.
El director general escucha rumores en la puerta. Los pacientes y demás
trabajadores, oyeron del milagro que sucedía cerca de su rutina y están
ahí, como si fuesen
familiares
del paciente, exigen informes. Unos piensan que se trata de un
extraterrestre quarribó al planeta en condiciones adversas, pero exhortan
a prepara la defensa contra la invasión estelar. Otros intercambian
opiniones sobre experimentos militares de las grandes potencias y su
preferencia por utilizar a los mexicanos como conejillos de indias. Los
más, están convencidos de que es la manifestación divina que busca
prevenir a la humanidad del camino equivocado que ha llevado a someterse
al poder y el control de las guerras, sin dejarle un rincón al tiempo y
al espacio de Dios. Se dividen al ubicarlo como el nuevo Mesías o bien,
el Anticristo anunciado en las profecías. Son atajados por el funcionario
médico:
-
¿Qué pasa aquí? ¿No tienen nada que hacer? ¡Regresen a sus puestos! ¡Aquí
no pasa nada!
-
Pero dotorcito, tenemos derecho a saber –dice una pobre anciana
desdentada y con la esperanza en los ojos.
-
¿Ver qué? ¿Saber qué? No sean fanáticos. Es tan fácil engañarlos. Falta
mucho para el día de los Santos Inocentes. ¡Largo de Aquí! Vayan a buscar
sus fantasías en otro lugar.
Se mete
al consultorio y cierra la puerta. Sabe que el regenerado no estará a
salvo en este lugar. Conoce la fuerza del fanatismo popular y decide
sacarlo por una puerta lateral. Lo lleva por un pasillo hasta llegar a
un cuarto aislado con la seguridad suficiente, al contar con una sola
puerta de tres chapas, sin ventanas y con una cama más o menos
confortable. Sale sin decir nada. Asegura con tres llaves la puerta de
acero. Les ordena a dos guardias que nadie puede entrar sin su
autorización personal. Con cierta confianza se dirige a su oficina. Marca
el teléfono. Llama al Encargado de la Política Interior. Escucha:
-
¿Está usted bien, doctor? Es muy temprano para jugar bromas.
-
Es cierto lo que le digo. Yo creo que podría estar en riesgo la seguridad
nacional.
El médico
ignora que el secretario privado del funcionario federal, al escuchar la
conversación por una extensión del teléfono, fue más receptivo a la
importancia de los hechos y con señas le sugiere que acepte ir al
hospital. Argumentó:
-
¡Imagínese usted que realmente sea cierto lo que dice! No podemos dudar
de un profesional que ha recibido amplio reconocimiento internacional.
Usted estaría en condiciones de aprovecharlo si consideramos que en este
momento, debemos ir a todas, para cubrir todos los espacios a favor de
sus legítimas aspiraciones políticas. Quien quita y ese hombre, en el
supuesto de que exista, pueda entregarle a usted, el maravilloso secreto
de la recuperación de enfermos y heridos. Se puede improvisar un Centro
de Investigaciones Biomédicas para anunciar que usted se preocupa por la
salud de la población, que agobiada por sus problemas económicos, carece
de medios para atenderse debidamente. Y como una contribución al Partido,
generosamente pone usted ese Centro al servicio de los que menos tienen.
¡Quedaría bien con el partido! De hecho, creo que se amarraría la
candidatura, sin enemigo potencial al frente. Gobernaría los tres años que
faltan para la sucesión, su sexenio y podría imponer cambios
constitucionales para permanecer en el poder y acabar con las tentaciones
de la alternancia en el poder.
Ajeno a
las disquisiciones y sueños de su interlocutor, el director general del
Centro Médico de Urgencias Populares decide realizar su propia pesquisa.
Toma su grabadora y libreta y sale de su despacho. Denota su nerviosismo
al caminar por el reducido pasillo secreto, que se construyó para casos
de extrema urgencia.
Piensa
que de comprobar la regeneración increíble de ese sujeto y forzarle a
entregar el misterioso mecanismo de la cura, podría revolucionar la
ciencia moderna y, por fin, ocupar el lugar que cree merecer entre los
grandes científicos. ¡Qué Padre de la Penicilina ni que nada! Él será el
Padre de la Humanidad al proveerle de la curación instantánea. Vuela su imaginación
a los límites de transformar ese descubrimiento en el Don de la
Inmortalidad.
Sus dedos
cosquillean al sentir la realidad virtual del beneficio económico. Con
sus premios internacionales de respaldo, podrá convencer fácilmente a los
directivos de las grandes transnacionales para financiar las primeras
investigaciones y cuando se encuentra en la etapa preindustrial, buscar
cualquier pretexto en potenciales fallas y apropiarse de la
infraestructura química, lo que le permitiría la explotación del producto
en forma personal y sin tener que compartir utilidades.
El poder
económico y la fama internacional que soñó desde niño están al alcance de
su mano. Después de tantos años de espera... claro que no se esforzó
mucho, ya que la base de sus propuestas que le valieron los premios
internacionales, eran producto del esfuerzo de sus estudiantes en la
Facultad. Pero ahora sí, sentía muy cerca la gloria. Y presumirles a sus padres
que tanto le exigían y reprochaban el que usufructuar los trabajos de sus
discípulos.
Llega al
cuarto pequeño. Se le caen las llaves al intentar abrir. Las recoge y
corre los pasadores. Empuja la puerta y penetra en la habitación,
cerrando tras de sí.
-
A ver, a ver. ¿Cómo se encuentra nuestro espectacular amigo?
-
Bien, doctor, muy bien.
-
Tú fuiste herido mortalmente y lograste la recuperación ¿sin ayuda de los
médicos?
-
No fue necesario. El Poder de Dios está por encima de los hombres.
-
Bueno... cada cuál es libre de tener sus propias creencias. A final de
cuentas, todos pensamos que existe un Dios, aunque se le llame de
diferentes maneras. Pero ese no es el caso que nos compete. ¿Sabes? Es
muy importante para la ciencia saber cómo lograste tu curación. ¿Te
imaginas la cantidad de vidas que podríamos salvar? Tu nombre sería
aclamado por la humanidad.
-
Solamente el Padre es el que debe ser aclamado. Sus hijos cumplimos con
nuestra misión.
-
No te angusties. Yo soy tu amigo y puedo proteger tus secretos. Empecemos
por el principio: ¿cómo te llamas?
-
Adam Kardmón.
-
Sin lugar a dudas, es nombre curioso. ¡Muy original! Pero suena bien ese
nombre. Muy bien que suena. Posiblemente tus padres son extranjeros. Los
judíos son buenos amigos míos y aportan dinero para cumplir con nuestro
servicio. Aunque más bien, suena como árabe o
asiático.
¿Cómo se llaman tus padres?
-
Solamente tengo un Padre. Es el Creador de los Universos. ¡Soy Hijo de
Dios!
-
¿Qué? ¿Cómo? ¿Hijo de quien? Me parece que no escuché bien. ¡Repítelo!
-
¿Cuál es el motivo de la duda? Yo soy el que fui, yo soy el que soy y soy
el que será. Soy Hijo de Dios, mi Padre desde el Principio de los
Tiempos.
-
¿Estás jugando, verdad? Yo también soy hijo de dios, y muchos de los que
aquí trabajamos sabemos y aceptamos, pero no por ello tenemos la
capacidad de curarnos como tú lo hiciste. ¡Aquí no estamos en una
iglesia! Aquí estamos en un templo dedicado a la ciencia para atender a
los demás hijos de dios que caen en la desgracia por las calles. Por eso
es importante que tomes este asunto con la importancia debida. ¿Sí sabe
los que hiciste? Te sanaste sin ayuda nuestra y eso...
-
Yo no lo hice...
- ¿Vino
alguien a curarte sin que nos diésemos cuenta?
-
Para el que no quiera ver nada será visto. ¿No puede aceptar que fue
voluntad del que Todo, Todo, absolutamente Todo lo puede? En la Tierra no
se mueve una hoja de un árbol si Él no lo autoriza.
-
¡No es hora del sermón dominical! Tú debes tener un secreto y lo quieres
ocultar. Te apoyaría en tu posición egoísta si no fuera tan importante
para la ciencia médica. Tan sólo aquí, ¿sabes cuantos heridos recibimos
diariamente? ¡Ni te imaginas! Hay días en que no damos abasto. Es un
promedio de quinientos heridos, atropellados o golpeados. ¿Te das cuenta?
Podría dar un excelente servicio a tus hermanos. Pero no nada más se
trata de filantropía que nadie agradece. Al darme tus conocimientos,
consideraría la posibilidad de asociarnos. Te correspondería un diez por
ciento o, después lo podemos negociar. Así, tendrían mucho dinero que
bien lo necesitas. Tu ropa ya es muy vieja y pienso que has de pasar por
un momento de crisis económica. Y desarrollando científicamente la forma
en que lograste la sanación alcanzaríamos la fama y el poder. ¡Todo el
poder para nosotros dos! Gobernantes y millonarios estarían deseando ser
nuestros amigos para que les demos pequeñas dosis de la Eterna Juventud.
Depende de tu cooperación. Saber quiénes fueron tus padres es de vital
importancia para iniciar los estudios...
-
Ya le dije que mi nombre es Adam Kardmón y soy Hijo de Dios.
La
tolerancia del funcionario alcanza su máxima incapacidad. Se exaspera.
Iracundo avienta la grabadora sobre la pared y bota al piso la libreta.
Sale del cuarto y pasa los cerrojos. No puede contener su cólera y ordena
a los vigilantes:
-
¡Que nadie entre ni salga de este lugar!
Y
masculla al empezar a caminar por el pasillo:
-
¡Adam Kardón! ¡Hijo de dios! Es un hijo de puta. ¡Pinche egoísta! Le
sacaré la verdad, así tenga que matarlo. Y ahora sí, de verdad verá la
muerte y nadie podrá salvarlo. ¡De eso me encargo yo!
Entra a
su oficina y se deja caer en el sillón de piel. Enciende la computadora y
se conecta con el correo electrónico. Tiene la esperanza de encontrar
algún rastro en los bancos de datos de los centros de investigación del
mundo. En su confundida cabeza anida la idea de que bien podría tratarse
de un experimento de los militares estadounidenses. Como siempre están en
guerra. Y de cumplirse la profecía de que se enfrentarán el Corán y la
Biblia, necesitan de la autoregeneración de la especie. Sin embargo, lo
más acercado que existe en ese momento, es el Proyecto Genoma Humano
desarrollado multilateralmente por los Estados Unidos, Japón, Alemania,
Francia y ¡México! No quiere dar crédito de que el país se encuentre
dentro de un importante programa internacional que pretende decodificar
los millones de genes humanos, para establecer sus mecanismos de
intercomunicación para saber cómo ordenarles e inducir el desarrollo
molecular sin necesidad de complicados y costosos equipos de laboratorio.
Piensa en el potencial que tiene en sus manos. Lo importante que sería
para sus aspiraciones personales, lograr arrancarle su secreto a ese
predicador. Unos fuertes golpes en la puerta le regresan a su realidad:
-
¿Se puede pasar? ¡Qué extraño! Siempre creí que los médicos preferían la
luz para poder estudiar y usted se encuentra en la oscuridad. ¡Algo debe
traerse entre manos!
El
encolerizado se tranquiliza. Cambia su semblante preocupado por la
expresión del Encargado de la Política Exteriores. Recibe al político e
inmediatamente le pone en antecedentes. Apoya su versión con los reportes
médicos y policíacos y el audio de su fallido interrogatorio. Carece,
empero, de material gráfico que sugiere, podría substituirse por las
testimoniales del personal que acredita amplia experiencia profesional.
El
funcionario público se muestra como un profundo conocedor de la materia y
los dos se encaminan al importante momento de sus ambiciones personales
ocultas en la charla intrascendente de ese instante. Ordenan a los
guardias que se hagan a un lado y que nadie les interrumpa. Abren la
puerta y al entrar... ¡no hay nadie! El lugar está vacío. El director general
busca desesperado debajo de la cama y hasta de la silla. Grita:
-
¡Guardias! ¿Qué pasó aquí? ¿No les dije claramente que nadie podía entrar
ni salir sin mi autorización personal? ¿Quién se llevó al paciente?
Desconcertados,
los morenos de baja estatura y uniforme raído, titubean:
-
¡Jefessscito... le ... le... juramos por ésta... por dios que nos está
viendo... que nadie entró ni salió! Aquí hemos estado todo el tiempo.
Por los
comunicadores personales del cuerpo de seguridad se ordena como
prioritaria la búsqueda del desaparecido. Cierran todos los accesos al
hospital y suspenden el servicio. Todo es infructuoso. El funcionario
federal espeta, furioso:
-
¿Para esto me sacó de mis importantes actividades?
-
Es cierto lo que le dije por teléfono. Al principio yo tampoco lo creí,
pero la seriedad de los doctores me convenció y aquí lo dejé encerrado
con llave. ¡Debe usted ordenar que se realice una investigación
minuciosa! Esto no puede quedarse así.
-
Y... ¿cómo quiere que quede? ¿Piensa acaso que estoy dispuesto a
prestarme para una bufonada que usted instrumentó? Seguramente, en
complicidad con mis enemigos políticos. Lo que sí le aseguro que esto no
voy a olvidarlo tan fácilmente. Ya sabrá usted de mí y del Encargado de
Sanidad Nacional.
Se
despide muy molesto sin darle la mano al médico quién, en su confusión,
lo único que acierta por hacer, es dirigirse a su oficina y redactar un
memorándum:
“¡A TODO
EL PERSONAL.
Queda
estrictamente prohibido, realizar comentario alguno fuera de esta
Institución sobre el caso del paciente conocido como Adam Kardmón, a
riesgo de perder su empleo y sufrir el descrédito público.
ATENTAMENTE
La
Dirección General”
Capítulo
II
El Elegido
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